Leo en la prensa que Elon Musk ha despedido a la directiva que se popularizó meses atrás por dormir en la oficina para no perder ni un minuto de trabajo para cumplir con los exigentes plazos establecidos por su nuevo jefe. Quienes manifestaron su indignación públicamente por la existencia de alguien dispuesto a anteponer sus metas a su ocio o vida familiar ahora se jactan con mofas y sarcasmos de su despido. ¡Mira de lo que te ha servido dormir en la oficina y lamerle las botas al jefe!
Lo festejan con saña y burla porque justifica sus creencias: es mejor trabajar sólo lo justo y necesario porque el nivel de esfuerzo no siempre es recompensado por tu jefe ni está relacionado con el grado de éxito que lograrás en tu vida. Me temo que la premisa está sustentada más en la pereza que en la experiencia, pero sea como fuere, desconocen que el premio al esfuerzo no es una subida salarial ni un aplauso, sino que reside en la propia acción realizada.
Cuando la directiva se despierte mañana a preparar el café no tendrá que escuchar una voz en su interior que le diga «Pudiste hacer más», cuando esté leyendo un libro no tendrá que dar marcha atrás a lo leído para enterarse de algo porque su espíritu estaba distraído, cuando se vaya a dormir gozará del silencio.
El ruido impide el disfrute de la vida. Y el peor de todos ellos es el que llevamos dentro de nuestras cabezas, pues con gran dificultad puede uno acallarlo. Tan insoportable es éste que nos obliga a conducir nuestras vidas a buscar cómo subir el volumen al resto de sonidos para que tapen el de nuestro monólogo interior durante unos instantes. Irse de viaje o de compras, emborracharse, terapia con el psicólogo, hamburguesa a domicilio, videojuegos… inútiles y efímeros paliativos.
Dedico para mi desgracia gran parte de mis días a pensar qué hacer para arreglar lo que por pereza o falta de gallardía no hice antes, pero me suele dar pereza hacerlo. Pienso por qué no acepté ese trabajo, por qué actué tan vilmente con aquella persona o por qué no tuve el valor de decir ese Te quiero a su debido tiempo. Jamás el ruido me ha perseguido porque un día lluvioso y frío vencí a la pereza y salí a correr o por ese otro en el que me quedé de madrugada escribiendo un artículo que no me publicaron. Tampoco me amedrenta antes de dormir explicándome lo estúpido que fui por hacer todo lo que pude para hacer feliz a quien finalmente no quiso estar conmigo. ¡No fueron esfuerzos en vano!
Quién necesita aplausos por anteponerse a la fatiga cuando ya es premiado por esa deliciosa quietud que permite escuchar el resto de sonidos de la vida sin la distorsión de nuestros remordimientos.
Somos reemplazables. La satisfacción personal de haber echo más de lo que uno debe se parte en mil pedazos cuando ves lo que has dejado atrás o que has sacrificado por esa “satisfacción”. Los que lo hemos sufrido lo entendemos.